En el año 2014 leí la obra de Mario Vargas Llosa “La sociedad del espectáculo” y algunas de las afirmaciones del autor no pudieron parecerme más certeras y definitorias del mundo que vivíamos entonces y que vivimos ahora.

Afirmaba Vargas Llosa que vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas. Vivimos en un mundo en el que todo es apariencia, todo es teatro. Un mundo en el que nada existe fuera del lenguaje, y en el que el lenguaje es quien construye el mundo que creemos conocer y que no es nada más que una ficción manufacturada por las palabras.

Y la sociedad de ese mundo vive prendida a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Y en esta civilización del espectáculo, el cómico es el rey.

Todo el libro destila un cierto pesimismo por lo que vivimos, aunque no parecía que Vargas Llosa perdiera la esperanza de que el espíritu humano fuese capaz de superar esa etapa. Personalmente, a veces, viendo lo que hay tengo serias dudas.

Y tengo para mí que esta realidad de la que escribe Vargas Llosa con la brillantez habitual entró con una fuerza arrolladora en el mundo de la empresa generando un lenguaje y unas apariencias en las que las imágenes vienen predominando sobre las ideas. Y así es habitual descubrir cosas cada vez más insólitas.

En un mismo entorno se han juntado los libros de autoayuda, los libros de gestión que dan las claves para el éxito, los seminarios con las claves del liderazgo de éxito, los libros y las ponencias para ser más feliz en el trabajo, las nuevas técnicas para mejorar casi cuánticamente, las técnicas para hacerse rico, el cómo hacerse emprendedor, decenas de personas que son capaces de hablar de casi cualquier cosa, porque aparentemente casi cualquier cosa sirve para mejorar la gestión de la empresa, la motivación de las personas, su desempeño, su liderazgo, su creatividad, etc. Pero eso sí, siempre mucha espuma a su alrededor, no pasan desapercibidos porque en eso está su negocio. En cierto modo, el medio aquí se ha convertido en el mensaje.

El objetivo es que quien asista a todos estos eventos y haga todas esas actividades se lo pase bien y no se aburra. Y para eso, esta civilización del espectáculo es magnífica. Y tomando, de nuevo, como referencia el libro de Vargas Llosa te acabas dando cuenta que todas esas (a veces) frivolidades y placeres, acaban inmunizando y adormeciendo contra el necesario sentido de la responsabilidad que hemos de tener para con nosotros mismos y para con los demás porque lo intelectual y racional a esa cultura veleidosa y lúdica le resulta aburrido y puede que hasta peligroso.

Y queda la sensación de que ese único objetivo de que la gente se lo pase bien es porque, tal vez ya no importe aprender, quizás porque aquello que se aprendió en otros momentos solo encuentra luego barreras para ser implantado, y para qué generar frustración (hay que cuidar a nuestra gente, que no se sienta frustrada), o quizás porque el pan y el circo no es solo una cuestión de la polis, sino también de ese micro-mundo que es la organización. En última instancia, me queda la sensación de que quien piensa puede intentar cambiar las cosas y eso siempre puede ser peligroso.

Y en medio de todo esto, seres humanos llamados quizás a la grandeza, al servicio en el sentido más noble del término y al encuentro de los demás, poniendo a disposición los dones y talentos que llevan en su interior, miran con perplejidad, estupor y claramente con desencanto todo eso que ocurre a su alrededor, porque todo ello suele ser una llamada a la mediocridad.

El reto, aunque parezca mentira, es elegir entre grandeza y mediocridad.

 

 

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