Hace unos días estuve en Soria visitando el maravilloso Monasterio de San Juan de Duero. En su interior se proyectaba un documental sobre la Edad Media en esa provincia, la construcción del monasterio y las diferentes poblaciones que convergieron y repoblaron la provincia procedentes de diferentes lugares: francos, navarros, aragoneses, castellanos, etc. A mitad del documental se trasladaba una reflexión muy interesante: tiempos de cambio, tiempos de incertidumbre, de guerras, de miedo acerca del presente y el futuro.
Pero también se afirmaba que en aquellos tiempos solo había algo que podía dar seguridad en medio de tanta incertidumbre: la FE. Y quizás eso explicase la multitud de monumentos (Iglesias, monasterios, capillas, colegiatas, etc.) que es fácil encontrarse por las tierras de Soria construidas en esas fechas y posteriores. Al ser humano pareciera que solo la Fe le aportaba un cierto ámbito de seguridad en unos tiempos en los que no era fácil vivir.
Y recordé entonces una visita que hice en el 2021 a la catedral de León. Dentro me admiraba de todo lo que allí dentro veía y al preguntarme acerca del porqué habían construido todo eso, una especie de voz interior me dijo que todo aquello tenía sentido. Y San Juan de Duero era un claro ejemplo de ese sentido, de esa certeza.
Para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI los tiempos que vivimos, y salvando muchas distancias, son tiempos que se parecen mucho a aquellos. Aunque parezca mentira vivimos con miedos, con incertidumbres, con guerras, con cambios permanentes que apenas nos dejan acomodarnos y que contemplamos la mayor parte de las veces con una mezcla de asombro y temor porque constantemente nos preguntamos acerca de cómo y de qué manera todo ello nos afectará y respecto a nuestra capacidad de respuesta.
En su libro La corrosión del carácter escrito en 2004, Richard Sennett definía el carácter como el modo de ser peculiar y privativo de las personas por sus cualidades morales. Afirmaba, además, que el carácter se centra en el aspecto a largo plazo de nuestra experiencia emocional. Y se preguntaba si el carácter no se nos estaba agriando como consecuencia de vivir en un mundo sometido al corto plazo, al cambio permanente.
Porque lo cierto es que lo más habitual es que con casi cualquier persona con la que uno hable, se descubre que, al igual que en uno mismo, es casi generalizado el sentimiento de vivir cansado ante tanto cambio y tanta incertidumbre. Comienzas a preguntarte si existe la posibilidad de una vida tranquila, de una vida que se proyecte en el largo plazo; te haces preguntas respecto a dónde y cómo encontrar el equilibrio; miras a la invasión tecnológica y, pese a sus múltiples beneficios, no termina uno de ver que siempre nos esté haciendo la vida más fácil y grata.
Vuelvo, entonces, a recordar el documental de San Juan de Duero y de nuevo resuenan en mi cabeza y en mi corazón aquellas palabras que decían que para aquellos seres humanos había algo permanente y que daba certezas en medio de aquellos tiempos revueltos: la Fe.
Y es el momento de preguntarnos
¿Qué hay en nosotros de permanente que nos permita vivir con solidez y continuidad en estos tiempos?
Para unos la trascendencia y certezas que aporta la Fe, aunque me temo que en esa materia los seres humanos de hoy, en general, andamos un poco más perdidos y despistados que los de antaño.
Desde multitud de atalayas se nos dice (yo mismo lo digo) que hemos de estar preparados para el cambio. Cada día que pasa sabemos cada vez con más claridad que no podemos gestionar la incertidumbre al igual que sabemos que no podemos gestionar el tiempo.
No obstante, nos sigue quedando la capacidad de gestionarnos a nosotros mismos y preguntarnos, al igual que hizo Viktor Frankl, acerca de lo que la vida espera de nosotros.
Y sospecho que es por ahí por donde debiéramos avanzar, aunque aún no las tengamos todas con nosotros.
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