Desde aquellos tiempos del Cantar del Mío Cid, en los que se decía aquello de “Dios, qué buen vasallo, si oviese buen señore”, la imagen del jefe o directivo ha arrastrado, con frecuencia, una sombra de desconfianza. No sé si es algo propio de la cultura española o si sucede también en otros contextos, pero lo cierto es que pocas veces se le concede al liderazgo un reconocimiento claro cuando se ejerce con honestidad y humanidad.
En 2018, la marca AMSTEL presentó el llamado AMSTEL INDEX, un estudio sobre el reconocimiento en el ámbito laboral. Algunos datos eran bastante elocuentes:
- El 87 % de los encuestados opinaba que su jefe no reconocía el trabajo bien hecho.
- Según el 80 % de los encuestados los directivos tienen tendencia a destacar más los errores que los aciertos.
- El 65 % reconocía que criticaba abiertamente a su jefe en conversaciones informales.
Otros estudios, como los de Otto Walter, apuntan en la misma dirección: se señala como principales defectos de los jefes la falta de respeto, la prepotencia o la sordera activa (no escuchar). Y mucho se ha escrito ya sobre el llamado jefe tóxico, responsable, supuestamente, de la mayoría de males organizativos. Pero rara vez se habla del colaborador tóxico, que también existe y puede ser igual de dañino.
No niego que haya muchos fallos de liderazgo. Yo mismo he ocupado responsabilidades directivas y, al mirar atrás, no me pondría más que un aprobado sencillo. La exigencia hacia quienes lideran es altísima: se les pide claridad, empatía, firmeza, inspiración, escucha activa, ejemplaridad… casi como si debieran encarnar al “genio universal” que mencionaba irónicamente Peter Drucker. Aunque —también él decía— lo más habitual es encontrarse con el “incompetente universal”.
Lo que olvidamos con frecuencia es algo fundamental: quien lidera también es humano. También se equivoca. También sufre. También carga con decisiones impuestas o con presiones invisibles. Y también puede sentirse solo, sin reconocimiento o sin espacios de confianza donde mejorar.
Cuando pregunto a los alumnos si han tenido buenos jefes, siempre hay quien responde que sí. Y cuando explican por qué los consideran buenos, aparecen comportamientos como la coherencia, la escucha, la claridad, la visión, la serenidad… Es decir, existen. No todo es oscuridad.
Por eso creo que no estaría de más hacer un ejercicio colectivo de justicia: reconocer a quienes, estando en posiciones de responsabilidad, lo hacen bien. No desde la adulación ni desde el servilismo, sino desde el respeto y la madurez profesional. Un gracias, un ¿puedo ayudarte?, una sonrisa, un te valoro o un te reconozco pueden tener un impacto enorme en quien, habitualmente, está más acostumbrado a dar apoyo que a recibirlo.
En muchas organizaciones, se da por hecho que el reconocimiento solo debe ir de arriba hacia abajo. Pero quizás ha llegado el momento de revisar esa lógica. El respeto y el reconocimiento no tienen dirección única. Se construyen mutuamente.
En última instancia, se trata de algo simple pero valioso: ayudar a quienes lideran para sean mejores líderes. Porque si lo logran, ganamos todos.
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