Mañana día 27 de marzo se cumplen 5 años de un momento realmente sorprendente en la historia de la TV. La retransmisión desde una Plaza de San Pedro, vaciada por el miedo provocado por una pandemia que había conseguido encerrarnos en casa, de la figura del Santo Padre Francisco vestido de blanco en claro contraste con la noche que ya había caído sobre Roma y que caminaba solitaria hacia el altar desde el que presidiría una celebración religiosa atípica, pero llena de trascendencia por lo que significaba.

Y quiero rescatar tan solo algunas de las cosas que dijo en su homilía porque se corre el riesgo de quedarnos con lo icónico (que lo fue), pero olvidarnos de un mensaje que a mí me pareció lleno de sentido y de profundidad. Y además porque me parece que, aun estando dirigidas a toda la humanidad, hay en ellas un mensaje de enorme calado para pequeñas comunidades e incluso para la vida diaria dentro de nuestras organizaciones. Recojo el literal de algunas de las cosas que dijo y señalo, con posterioridad, lo que creo plenamente aplicable a nuestra vida diaria en el entorno de trabajo.

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

 La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad.

Con la tempestad, se cayó́ el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.

Y es entonces cuando miro a mi alrededor y surgen tantas preguntas.

¿Cuántas veces en el trabajo nos sentimos perdidos y asustados?, ¿cuántas veces nos hemos sentido frágiles y desorientados, pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, llamados a remar juntos y a reconfortarnos? ¿Cuántas veces descubrimos que no podemos ir cada uno por nuestro lado, sino que caminamos mucho mejor juntos?

¿Cuántas tempestades se viven en las organizaciones poniendo al descubierto la vulnerabilidad y las falsas y superfluas seguridades con las que se habían construido agendas, proyectos, rutinas y prioridades?

¿Cuántas veces en las organizaciones se reniega del pasado pensando que todo aquello ya no aporta nada de valor y tan solo se mira a la última moda?

¿Cuántas veces se prescinde de aquellos considerados mayores o viejos renunciando a su sabiduría y conocimiento? Sabiduría y conocimiento con los que se construyó lo que esa organización es hoy en día.

¿Cuántas veces se ignora esa bendita pertenencia a un mismo proyecto, a un mismo objetivo?  Y mientras tanto, las miradas parecen realizarse entre extraños que no tienen nada que decirse salvo quizás cosas poco agradables en medio de disputas absurdas fruto de unos egos pretenciosos que tienen su foco puesto en aparentar y promocionarse. Y cuánto dinero gastado en cursos sobre el trabajo en equipo, la escucha activa, el feedback y demás.

No sé a ustedes, pero a mi haber revisado de nuevo ese texto me ha abierto enormemente la mirada desde mis ojos y desde mi corazón, y no tanto por lo mucho que tenemos por hacer, sino especialmente por toda la belleza que hay por delante si queremos y aprendemos a vivir en la grandeza a la que todos estamos llamados.

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