En esta segunda semana de septiembre he tenido la oportunidad de reflexionar acerca de dos historias diferentes, pero que, en el fondo, creo que están plenamente conectadas.
La primera historia fue con motivo de una entrevista que leí a una monja que vivía en un monasterio cisterciense. Ella, antes de entrar en el convento había trabajado como ingeniera de montes en su Galicia natal. La entrevista se cerraba preguntándole acerca de cómo reaccionaban las personas que las visitaban. Su respuesta es que las visitas se iban encantadas y diciendo “es que aquí….” Y esta monja afirmaba lo siguiente No. Aquí no. Tú lo tienes dentro, el monasterio ha hecho de espejo, pero como fuera es un horror, ¿en qué espejo te vas a mirar?
Y esta reflexión de la monja me hizo pensar en el modo en que construimos nuestra vida en un mundo que la gran mayoría de las veces no es nada grato. Y me preguntaba a mi mismo respecto a lo que me gustaría ver en el espejo si visitase ese monasterio.
La segunda historia sucedía esta misma mañana cuando me he intercambiado varios mensajes largos con una buena amiga con la que hacía tiempo que no conectaba. Me contaba sus vicisitudes profesionales de los últimos tiempos, bastante complicadas en las que se había colado incluso el acoso laboral. Pero ella terminaba diciendo que procuraba disfrutar de los pequeños placeres de la vida como disfrutar acurrucada en el sofá viendo una película con su pareja, sus hijos, dormir, comer.
Y comprendí que esta mujer tenía vida y paz interior pese a las muchas realidades que del exterior podían afectarla cada día. Y pensé que cuando se construye una vida en la que lo que lo importante está en esos pequeños detalles como la lectura, una buena conversación, el paseo en medio de la ciudad o la naturaleza, el encuentro con los amigos o seres queridos, ver a los hijos crecer, en la capacidad de amar y quererse mientras se está acurrucado en un sofá, en el tiempo de silencio y meditación y/o oración, la vida se apacigua, la belleza aflora y la paz habita en nuestro interior. Y eso es lo que probablemente se pueda reflejar en la visita a un monasterio.
Creo que debemos darnos la oportunidad de crear, en medio de los problemas, una vida hecha de belleza y de paz interior. Una vida que nos hable en susurros: “lo estás haciendo bien”, aunque cometamos errores y tengamos que aprender de ellos. Una vida capaz de anclarse en lo esencial, sin depender tanto de lo que el mundo nos dé, sino de lo que nosotros podamos dar al mundo. Aunque sean solo pequeñas gotas en medio de un mar inmenso, la belleza y la bondad estarán en esa acción de transformar ese mundo tan feo, demasiadas veces, y en no dejarse transformar por él.
Cada mañana, habremos de decidir que queremos y quiénes queremos ser, porque el verdadero espejo no nos estará esperando en los muros de un monasterio, sino en la paz que logremos sembrar cada día en lo más profundo de nuestra vida.
Buena reflexión, Emilio. La monja me ha recordado el poema Ítaca, de Kavafis. «Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado». En realidad, ningún lugar tiene nada que dar al que nada lleva. El único paisaje que cuenta es el interior y, si está en ruinas, da igual donde te encuentres: Ítaca, el Caribe o un monasterio cisterciense. Un abrazo.