¿Alguna vez te has preguntado si existe alguien en el mundo que sea tu reflejo? No solo en apariencia, sino en sueños, miedos y aspiraciones. En una serie de TV contaban que existía una página web en la que podías encontrar a tu doble, quizá al otro lado del mundo o cerca de ti. Yo desconozco si existe un doble mío en Argentina o Australia. De momento, me conformo con vivir con una sensación muy especial: la de ser consciente de que, en este mundo habitado por miles de millones de personas, soy alguien único.

A veces no le damos importancia a esa unicidad, y otras la exageramos hasta caer en la soberbia. Pero ser únicos no significa estar solos, ni mejores; significa que cada uno tiene un papel, una misión personal e intransferible.

Sin embargo, muchas veces nos dejamos llevar por la rutina y vivimos en “modo piloto automático”. Nos levantamos, cumplimos con nuestras obligaciones y terminamos el día casi sin darnos cuenta de cómo hemos llegado hasta aquí. Esa desconexión nos aleja de nuestra esencia y de la posibilidad de descubrir lo que realmente nos mueve.

Muchas veces vivimos sin saber cuál es esa misión, deslizándonos por la vida sin profundizar. Y deslizarse tiene sus riesgos y quizás el más importante sea el de no profundizar y, sobre todo, nos descubrir aquello a lo que estamos llamados. Lo importante es abrirse a la posibilidad de descubrir, de explorar, de equivocarse y volver a empezar. Buscar es parte del camino.

De todos y cada uno de nosotros lo que se espera es contribución y resultados. Cada uno habrá de decidir si esa contribución y esos resultados los generarán en una empresa grande, mediana o pequeña, creando y desarrollando un proyecto propio, enseñando, o trabajando en un proyecto solidario.

Y no creo que sea necesario que esa misión sea algo grandioso, que te convierta en una figura pública y famosa a la que conozca todo el mundo. El valor de tu misión no reside en su glamur o en el prestigio que pueda aportarte, sino en la profundidad de su significado para ti y en el impacto, por pequeño que parezca, que pueda tener en uno mismo y en quiénes nos rodean. Puede ser algo tan simple como cultivar la alegría en tu hogar, ser un punto de encuentro y calma para tus amigos, enseñar, acompañar, ayudar, servir. Cada uno de nosotros deberá decidir si esa contribución y esos resultados habrán de tener contenido económico, social, cultural, moral, de servicio o una mezcla de todos ellos. Cada uno habremos de concretar nuestra MISIÓN personal.

¿Descubrir la propia misión significa que nuestra vida, a partir de ese momento, sea un camino de rosas? Nada lo garantiza, pero sí que ese descubrimiento ayuda a entender mejor la vida, compartir la alegría y a afrontar el dolor con esperanza.

Descubrir la propia misión es descubrir la belleza de la propia vida. Ya es hora de que cada uno de nosotros haga que la belleza habite en su vida.

Y si alguna vez te pierdes o te despistas, recuerda: siempre puedes pedir ayuda. Caminar acompañado hace el viaje más enriquecedor. Cuando se camina con otro siempre se llega más lejos.

Permíteme que termine con unas preguntas.

¿Te has planteado cuál podría ser tu misión? ¿Qué pasos has dado para descubrirla?

¿Cuántas veces has sentido que los días pasan sin apenas darte cuenta y que han pasado casi sin contenido ni matices llenos de vida?

¿Habita en tu vida la belleza?

¿De qué manera crees que encontrar tu misión traería belleza a tu vida?

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