Si la memoria no me falla fue en la década de los 80 que se pusieron de moda los seminarios sobre “gestión del cambio” en los que se insistía, de modo especial a los trabajadores, que el mundo había cambiado una barbaridad y que ese cambio traía, casi siempre, como consecuencia el despido. Es la época en que se pusieron de moda expresiones como reingeniería de procesos, desvinculación progresiva, reestructuración, etc. El lenguaje siempre sale al auxilio de las cosas más insólitas. En cierto modo, esos seminarios eran el certificado que acreditaba la rotura (aunque todo esto ya había empezado tras la crisis del petróleo de los años 70) de una especie de acuerdo implícito que más o menos garantizaba la mutua fidelidad entre empresa y trabajador. Ese acuerdo es el que había llevado a que las trayectorias laborales se prolongaran durante muchos años en una misma empresa. Pero, en fin, hay que admitir que los tiempos efectivamente cambiaron de forma importante, aunque el dolor casi siempre caía de un mismo lado.
Hoy en día, se han puesto de moda términos tales como engagement, fidelización, retención y demás (de nuevo el lenguaje al ataque). Incluso se habla de la felicidad en el trabajo. De diferentes maneras, las empresas transmiten su deseo de vincular a los mejores, de atraer “talento” (otra nueva expresión que ha causado furor en este mundillo).
Y la letra y la música de todo esto suena muy bien. Lo que ocurre es que cuando vienen mal dadas, sea por la razón que sea, ese sujeto al que antes se quería fidelizar, atraer y hasta hacerle feliz, de repente se vuelve prescindible y objeto de despido (pongan ustedes offboarding) y “aquí paz y después gloria” o “a otra cosa mariposa”.
Si esto sigue siendo así de forma mayoritaria, no puedo evitar preguntarme acerca de las razones por las que nadie debería plantearse fidelidad, vinculación, etc., a ningún tipo de organización. Es como si se estuviera jugando a un juego en el que una de las partes estuviera jugando con ventaja.
Quizás lo más coherente y honesto fuese ser muy claros y directos desde el primer momento, dejarse de milongas, relatos, storytelling y demás. Establecer que lo que se firma es un contrato en el que, a cambio de un trabajo profesional y bien hecho, la persona será justa y adecuadamente remunerada (esa es otra), será tratada con respeto y atención, aunque eso si, cuando vengan mal dadas puede que seas despedido. Y no pasa nada. Son cosas que pueden ocurrir y de ese modo todos juegan, en principio, con las mismas cartas.
Quizás de esta manera evitemos muchas historias y momentos vergonzosos y de bochorno. Y nada de esto es incompatible con llevarse bien, tenerse afecto, divertirse, pasarlo bien en el trabajo y demás.
Creo sinceramente que, por otro lado, sería una manera de no estar “engagado”, y si más responsabilizado de la propia vida profesional.
Y aunque soy consciente de que “engagado” es una palabra que no existe, déjenme que yo también me tome una pequeña licencia con el lenguaje.
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