Leer a San Pablo, incluso desde una perspectiva no creyente, puede convertirse en una experiencia de lo más interesante. En una de sus cartas o epístolas, en concreto la que dirige a los Gálatas, habla de lo que él denomina frutos del Espíritu. Y tras leer la carta me queda la certeza de que no nos vendría nada mal aprendernos algunos de esos frutos y ponerlos en práctica. Especialmente en el ámbito del trabajo.
Me explico.
Amor. San Pablo nos plantea el amor siempre como un acto de dar: dar tiempo al otro, dar el propio talento para servir a otros. El amor implica una cierta renuncia a uno mismo; implica ser generosos para con los demás y ser generoso es dar aquello que se tiene por amor a los demás. Y para más información sobre el amor es recomendable leer su himno al amor en su carta a los Corintios y que James C. Hunter en su libro “La paradoja” coloca como eje central de su idea del liderazgo. E imagino que hablar de amor en el mundo del trabajo puede implicar que a uno le llamen tonto, iluso o cosas peores. Sin embargo, fíjense que alguien como Phil Jackson (unos de los entrenadores de baloncesto de la NBA con más anillos) en su libro de memorias “Once anillos” afirma que considera factores críticos, para ganar en la NBA, aspectos como el talento, la creatividad, la inteligencia, la resistencia, la suerte, etc., pero que ninguno de los mismos tendría la menor importancia si el equipo carece de un ingrediente fundamental: el amor.
Alegría. El gozo, el vivir con confianza en nosotros y con confianza en los demás. Vivir con paz interior. En cambio, muchas veces nos encontramos con comportamientos en los que hay de todo menos paz interior. Lo que hay es quemazón; no hay gozo sino ironía que trata de disimular la falta de confianza interior. La alegría nos da confianza y la confianza es un pegamento fundamental en el trabajo. Saber que puedo confiar y que soy fiable.
Paz. La paz no es la mera ausencia de hostilidad. Es mucho más, es armonía, equilibrio, tranquilidad, es esa alegría señalada con anterioridad que se transmite en nuestro rostro y en nuestras acciones. Y no ese ruido interior y constante que puede haber en nuestra vida y que solemos trasladar a aquellos que nos rodean, siendo sembradores de inquietud, nervios, desequilibrio. El mal rollo, en definitiva.
Tolerancia. Es ese fruto que nos permite convivir con los demás y, a veces, hasta con nosotros mismos. Aceptar al otro y no de una forma meramente pasiva sino conviviendo de forma plena pese a las posibles diferencias, sean de posición, responsabilidad, forma de pensar, etc. Nos toleramos porque cada uno sabemos y conocemos de la importancia intrínseca del otro. Dice David Cooperrider que apreciar al otro mejora la calidad de nuestras relaciones y contribuimos a que se manifieste lo mejor de los otros: ver sus fortalezas, sus talentos, sus valores. Poder ver el diamante que se esconde en el trozo de carbón.
Amabilidad. A través de la amabilidad somos capaces de mostrar consideración y preocupación hacia el otro. Y eso no excluye que hayamos de confrontar con el otro con afecto cuando ello sea necesario. ¿Cuántas veces somos amables en nuestro trabajo?, ¿cuántas veces definimos nuestro cargo o es nuestro cargo el que nos define?, ¿es la amabilidad el rasgo que caracteriza con aquellos a los que supervisamos?, ¿cuántas veces es la amabilidad la que define y centra nuestras relaciones con los demás?
Templanza. Es la capacidad de controlarnos a nosotros mismos, la capacidad de controlar nuestras emociones y deseos. El modo en que respondemos, de manera especial, en las situaciones críticas. A través de la templanza dirigimos nuestras emociones de forma correcta. La falta de templanza en nuestra vida nos puede dejar en manos de la ira. Nos aporta serenidad, algo tan necesario cuando estamos rodeados de otros con los que colaboramos y con los que interactuamos a diario. La templanza es el dominio de uno mismo, es un elemento esencial del autoliderazgo.
Mansedumbre. Y resulta que el manso no es el bobalicón, ese grandote que se mueve despacio y que parece que no mataría ni a una mosca. La mansedumbre implica no actuar de forma violenta, no abusar de la propia fuerza, no causar daños con la propia fuerza o poder. Ser manso no es ser frágil ni flojo. Y aquí me acuerdo de aquella reflexión que el tío de Spiderman le trasladaba en una de las películas “Peter, un gran poder conlleva una gran responsabilidad” La mansedumbre nos habla, por tanto, de un sentido de la responsabilidad hacia nuestros talentos, hacia el uso que hagamos de ellos. Nos interpela para que hagamos de ellos el uso correcto.
Nuestra vida es una interacción permanente con otros. En esa interacción podemos mostrar quiénes somos o quiénes queremos ser. Lo que mostramos habla de nosotros y hablará del lugar en el que trabajamos. Más allá de técnicas, tácticas, herramientas (que siempre pueden ayudar) ese actuar nuestro se podrá convertir en la mejor marca, en la mejor presentación, en el mejor atractivo para que otros quieran venir.
Pero más allá de todo ello, y recordando a Chesterton “que con nuestro comportamiento demos a los demás el sentimiento de su grandeza”
Comentarios recientes