Recuerdo el momento en que mis hijas siendo aún pequeñas entraron en esa edad en la que daban sus primeros pasos. Siempre me llamó la atención que cuando las llevaba en brazos todo su afán era bajarse al suelo y caminar. Me sorprendía porque en brazos veían desde más alto y seguramente iban más cómodas y protegidas. En cambio, toda su obsesión era lanzarse al suelo para caminar, aunque así vieran “menos mundo”. Aquello exigía de cualquier padre un notable esfuerzo. Caminar prácticamente doblado, detrás al principio y luego al lado sujetando brazos y haciendo lo posible porque no tropezasen y se hiciesen daño. Podían más sus ganas de experimentar, hacer algo diferente como era caminar por sus propios medios. Ver el mundo de otra manera, aunque fuese desde más abajo.

Desde hace un tiempo vengo pensando que esa experiencia podía explicar bastante bien eso a lo que muchos llaman o llamamos la “zona de confort”.

No tener ganas de explorar, de aventurarnos, de indagar, de ver que se puede ver desde otra perspectiva, de experimentar, incluso de innovar. Quizás ha llegado un momento en que podamos preferir la “comodidad o seguridad” que proporcionan unos brazos. Quizás estemos cansados de oír hablar de la zona de confort. Quizás estemos, incluso hartos, de la burda manipulación de todo lo relacionado con la zona de confort.

Da igual. Lo que creo que hemos de preguntarnos respecto a nosotros mismos es si podemos lanzarnos todavía, si somos capaces de mirar la realidad desde otra perspectiva o si nos hemos cansado de explorar.

En el fondo, creo que sigue siendo una buena aportación aquella en la que se nos recomendaba que había que ser «como niños».

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