En el año 2005 visitaba una empresa farmacéutica y mantenía una reunión con el director general de la misma. Me llamó la atención la manera en la que resaltaba como las nuevas generaciones habían cambiado y el modo tan diferente que tenían a la hora de plantearse su relación con el trabajo. Incluso ponía el ejemplo de dos personas jóvenes que se habían incorporado no hacía mucho al área de marketing en su empresa. Aquello le parecía sorprendente porque, además, reconocía que eran dos personas brillantes en su trabajo. Era el año 2005.

Que el mundo ha cambiado y que sigue cambiando es algo más que evidente y no porque nos estén dando casi todos los días la chapa con los acrónimos VUCA, BANI o el que venga, sino porque basta vivir con los ojos abiertos para darse cuenta de ello.

Y aquello era solo el comienzo. Las nuevas generaciones tienen intereses diferentes a las que tienen personas de más edad en sus empresas; mantienen un sentido de disfrute de la vida muy diferente; son personas que dejarían su trabajo si eso interfiriera de forma notable con su vida familiar y personal; se replantearían muy mucho aceptar un puesto en una empresa si no se da un alineamiento en materia social y medioambiental, etc. Y se podría seguir escribiendo al respecto. Una reciente encuesta de SIGMADOS para el periódico EL MUNDO abundaba en estas ideas de forma muy clara. Y en la misma línea apuntaba un reciente estudio de Randstad realizado en 34 países.

En su libro “Cuatro mil semanas” Oliver Burkeman resalta que el trabajo quizás ya no se considera como el principal objetivo de la existencia; que no tiene sentido interpretar toda la vida en términos económicos; y que cuanto más se abarca más te dan, en abierta contradicción con cualquier criterio de eficacia y eficiencia. Y estas consideraciones me temo que son plenamente asumidas por esas nuevas generaciones como algo lleno de lógica.

Asimismo, el trabajo y su forma de ejecutarlo está cambiando. En la sociedad del conocimiento (ya no somos solo una sociedad de la información) muchos trabajos plantean tareas cada vez más complejas que requieren ser gestionadas y dirigidas por quiénes las ejecutan. Y en algunos ámbitos esto cada vez es más evidente, algo sobre lo que ya reflexionaba Peter Drucker hace unos cuantos años. Nos encontramos ante la necesidad de liderazgos que son consecuencia más de la habilidad y conocimiento para su ejecución que de la jerarquía. Además, la pandemia puso de manifiesto que el trabajo en la gran mayoría de los casos salió adelante sin la necesidad de un manager controlando y supervisando todo desde la tarima de su despacho. La libertad, autonomía y conocimiento aparecieron con una enorme fuerza.

En 2014 Frederic Laloux escribía un denso pero muy interesante libro titulado “Reinventar las organizaciones”. Laloux exponía que había demasiadas organizaciones en las que muchas personas no pueden hacer lo que saben que es necesario porque carecen del poder de decisión. Es decir, hay mucho conocimiento desaprovechado en las empresas. En su libro plantea cuestiones como la autogestión frente a la jerarquía, la distribución de tareas, la certeza de que cuando se tienen personas motivadas se pueden repartir las tareas de manera más eficaz que con el habitual sistema de jerarquía porque la inteligencia está en el grupo. Los planteamientos que hace Laloux es más que probable que asusten y hasta escandalicen a muchas personas, al margen de que algunos de los ejemplos que refleja en su libro parece que están funcionando muy bien. Y me temo que este tipo de planteamientos suenan muy bien, de nuevo, en los oídos de esas nuevas generaciones.

Dado que no tengo el don de la profecía no puedo aventurar si todo esto que he enumerado se consolidará con el tiempo de forma absoluta y, en caso afirmativo, de cuánto tiempo estamos hablando. Pero, si a ello añadimos el implacable impacto de la tecnología en nuestra vida diaria y en la de las organizaciones, creo que sería conveniente y necesario hacernos algunas preguntas y reflexionar respecto a las mismas.

¿De qué manera evolucionará la dirección de personas si la jerarquía comienza a ser cuestionada tal y como la concebimos hoy en día? ¿De qué manera habrá que liderar (y perdón por el verbo) a esas personas que saben de lo suyo mucho más que los que pueden ser sus responsables? Drucker hablaba de tratarlos como a socios más que como a trabajadores, ¿ha de ser ese el camino adecuado?

¿Cómo se dirige a los que ya no ven el trabajo como lo más esencial de su vida?, ¿de qué manera han de evolucionar las empresas para cambiar y mejorar su organización adaptándose así a lo que demandan los que se van incorporando al mercado de trabajo? Y si esta es la evolución ¿de qué manera han de modificar su modo de ver el mundo aquellos que no pertenecen a esas nuevas generaciones y que han crecido con la realidad de la jerarquía como constante compañera de su vida profesional? Porque puede suceder que los que en un tiempo fueron innovadores ahora se conviertan en barreras.

Si el mundo que ya está aquí nos dice que ese capital intelectual es cada vez más importante ¿dejará de ser el capital económico (valor para el accionista) el prioritario y supondrá el situar a las personas en el centro de una vez por todas?

Yo me temo que no será suficiente con quitarse la corbata, calzar deportivas, acudir a actos/eventos y sentarse sobre una banqueta alta para hablar, escribir ad nauseam sobre el dichoso on boarding y perorar sobre el talento su retención, fidelización, etc.

Creo sinceramente que hace falta un potente ejercicio de reflexión y plantearse muchas más preguntas de las que yo he propuesto para intentar indagar hacia dónde nos dirigimos. Creo que sería la mejor manera de predecir el futuro. En caso contrario, puede que acabemos encontrándonos con algo de lo que ya escribí días atrás, el error de intentar echar vino nuevo en odres viejos.

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