En el mes de julio del año 1991 (madre mía que mayor soy ya) viví en la empresa en la que trabajaba, como responsable de relaciones laborales, el primer incidente grave de mi vida laboral. El director general nos había ordenado que abandonáramos la mesa de negociación del convenio colectivo que yo y el director financiero llevábamos negociando cerca de tres meses, y que bajásemos a su despacho.

Estando reunidos la totalidad del comité de dirección de la compañía en el despacho del director general, comenzamos a oír un murmullo que no presagiaba nada bueno. Y así fue.

Cuando fui consciente de la que se estaba organizando salí del despacho y me dirigí a todas las personas que venían indignadas con el objetivo de hacerles entrar en razón y que volvieran a sus puestos de trabajo. No tuve éxito y volví al despacho junto con mis compañeros de dirección mientras los golpes y los gritos arreciaban

Acabamos encerrados en aquel despacho por una ingente cantidad de trabajadores que protestaban y gritaban por lo que interpretaron que era un abandono de la negociación del convenio.

Fuera de esas paredes los gritos, insultos y golpes eran constantes, fruto del momento de indignación que el comité de empresa había conseguido trasladar a una gran parte de la plantilla en una asamblea espontánea que se había celebrado en la fábrica. La plantilla de fábrica en su práctica totalidad había abandonado su puesto de trabajo, había paralizado la producción  y se dirigió hacia las oficinas donde nosotros estábamos reunidos.

Efectivamente, era una situación increíble, muy complicada (yo comenzaba a imaginar cuáles serían luego las consecuencias de todo aquello) y para mí completamente nueva. Y aquello no tenía visos de solucionarse en el corto plazo.

Las opciones de policía para que nos dejaran salir no dieron ningún resultado.

Recuerdo que se recurrió a los dirigentes territoriales de los sindicatos mayoritarios de la fábrica. Con ellos el encierro aún se mantuvo durante bastante tiempo hasta que los ánimos se fueron calmando y una cierta normalidad volvió temporalmente a nuestro entorno de trabajo. Pudimos salir del despacho; volver a nuestro sitio; hicimos lo necesario para volver a poner en funcionamiento toda la producción y ya tarde salimos de la empresa camino de casa y con la cabeza confusa por lo vivido, por cómo se había solucionado temporalmente y por las consecuencias que todo aquello acarrearía.

Esto fue un martes. Yo me casaba el viernes de esa misma semana. La actividad del miércoles y jueves fue frenética. Y el ambiente en la empresa cualquiera puede imaginarlo. Lo que ocurrió durante esos dos días y en las semanas posteriores quizás lo cuente en otra ocasión.

Lo que si ocurrió es que ese viernes felizmente me casé.

No sé muy bien por qué he recordado esta historia de hace ya tantos años. Quizás porque en estos días leo, escucho y veo cosas en las que muchas personas que trabajan siguen viviendo situaciones que pudieran ser legales y hasta opinables, pero que a mí personalmente me parece que son inmorales.

En aquellos días fui consciente de que aquella protesta (aunque el modo de manifestarla fuera inadecuado) era lógica. Hoy lo sigo pensando.

Tuvieron razón entonces y muchos otros siguen teniendo razón ahora.

Y parece que no hemos aprendido nada.

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